Así lo he escuchado. Vivir no es acumular días, meses, años. Vivir no es comprobar día tras día ante el espejo de la evolución el reflejo de nuestro rostro, con más arrugas, la cabellera con menos pelo y o más blanca. Vivir no es acumular recuerdos, tristezas y desilusiones. Vivir no es ahondar en la filosofía sartreana que va de la realidad al hastió, de la existencia al existencialismo, que encuentra a la nausea en el lugar donde debe estar la felicidad, armonía y paz.
Mi generación, la de los 70, abrazamos la brecha que marcaba el fin de las causas y el principio de una eternidad sin dolor. Tratando desde entonces abandonar el yo para querer permanecer en el yo-no, aunque esos caminos fueran nuevos y prometedores, al final volvían a conducirnos siempre al mismo punto de partida: el retorno era inevitable e ineludible, la hora con el recuentro conmigo mismo.
Luego partimos a la búsqueda: la lectura, la meditación, el yoga para buscar el yo verdadero, sin saber que estaba dentro de nosotros mismo. Buscamos en escuelas, ordenes, fraternidades, sectas, religiones, nuevas filosofías, siempre con la sed del conocimiento y el acoso a muchos cuestionamiento sobre nuestra posición de la vida: Hasta que llegamos a descubrir que aquello que llamamos aprender no existe, sólo hay un conocimiento que está en todas partes, y es aquel que se halla en el interior de cada ser. Ese conocimiento tiene dos caudales que son el querer saber, y el querer aprender. Y aquí es bueno hacer una diferencia: Qué es el saber y otra como se consigue la sabiduría; el saber se aprende estudiando, la sabiduría se aprende viviendo el saber.
Al nacer, nace con nosotros de manera inseparable la doctrina. Es una cadena perfecta que jamás se interrumpe, una cadena eterna compuesta de causa y efecto, independizando del azar y de los dioses. No obstante esa unidad y concatenación de todas las cosas se interrumpe en un punto y por una pequeña grieta penetra en este mundo unitario algo extraño, algo nuevo que antes no existía para mí, y que no podía ser enseñado ni demostrado, era la doctrina de la vida, la doctrina de la liberación interna.
Desde que asomó la grieta, nada ocupa ahora más que mis propios pensamientos, como ese yo-mío, ese enigma que supone el estar vivo, de ser una persona aislada y separada del rebaño, soy yo mismo y debo aprender de mi mismo, ser mi propio discípulo, conocerme y penetrar en ese recinto tan complejo llamado YO. El sentido y la esencia no se hallan en ningún lugar, se hallan en mi mismo.
De lo dicho, sé que generará interpretaciones, explicaciones, cuestionamientos, pero la doctrina verdadera sigue adelante, triunfa lentamente, rompe las cadenas de la dependencia, de la pasividad, de la resignación y avanza en su objetivo de liberar a base de una conciencia consciente y activa, no de una pasividad de una doctrina, de una aceptación tácita. La liberación no está en la mente con una teoría, sino en la vida, a través de la vivencia.
Una doctrina puede enseñar a muchos a vivir honestamente, a evitar el mal. Pero hay algo que toda doctrina, por muy respetada y buena que sea, no puede descubrir el secreto de una vivencia. Para ello voy a poner un ejemplo muy simple pero eficaz: Si quisiéramos describir el sabor del limón, podríamos emplear horas en descripciones y análisis, y apenas tendríamos una vaga idea de lo que es su acidez y su sabor. La mejor y a la vez más rápida manera de saber lo que es un limón es partirle y degustar y así comprobaremos por vivencia propia sus propiedades. Con este ejemplo hemos logrado descubrir de qué se trata la vivencia, es decir el descubrimiento de nuestro yo a través de nuestras experiencias.
Pero muchos sentirán, que sus vivencias lo único que han logrado es acrecentar sus insatisfacciones internas, al creer que la vida pasa de manera intrascendental, porque no ha logrado hacer grandes cosas peor llegar a la cúspide de sus aspiraciones de triunfo. El secreto de trascender consiste en hacer pequeñas cosas con amor y con toda la intensidad de la vida. Cada día vivido de esa manera es como las piedras acumuladas que van formando sin sentir un gran edificio que nos hará grandes sin saberlo y sin habernos propuesto. Y así solos alcanzaremos la meta de nuestro descubrimiento interno, y para llegar nos juzgaremos solos, elegiremos o rechazaremos el camino en función a nuestra persona, pues nadie más puede vivir dentro de nosotros y conocer nuestro verdadero pensamiento y nuestros verdaderos sentimientos. La verdadera forma de pensar es desentrañar la última causa de las cosas. Sólo así las sensaciones se convertirán en conocimientos. Y en vez de diluirse adquieren contenido y empiezan a irradiar y así vamos llenando la bodega de frutos valiosos de nuestras experiencias.
Ese es el yo, que muchas veces quisimos rehuir, esconder o engañarlo. Pero hemos aprendido a dominarlo, a pulirlo, a trabajarlo y a conocerlo, como una verdadera filosofía de vida, marcada por los antiguos en el frontispicio templo de Apolo en Delfos: “Nosce Te Ipsum”.
Una manera de conocer el secreto de la vivencia es a través de la interpretación de los símbolos y signos, que no podemos considerarlos como una ilusión, un producto del azar o una envoltura sin valor. Estos símbolos, muchas veces transformados en alegorías son una especie de etiquetas que envuelven principios. Y quien nos enseña. ¡la filosofía masónica!, cuyos principios transmiten el libro del mundo y el libro de nuestro propio ser, y solo el trabajo constante y con los instrumentos adecuados trazaremos nuestro templo en las justas proporciones.
Por el estudio del simbolismo podemos obtener las llaves para llegar a la sabiduría, para sorprender las voces secretas de nuestro propio mundo interior: El verdadero masón no es el que más sabe, sino aquel que puede lograr descubrir que posee un refugio interior y ser cómplice de su intimidad.
El río es un ejemplo vivo y a la vez simbólico de lo que debe ser la vida del verdadero masón: El agua fluye y fluye sin cesar. El río es el mismo, aunque se renueva cada instante. ¿Quién puede entender este misterio? El agua nos enseña que es bueno hundirse, buscar las profundidades. El río está a la vez en todas partes: en su origen y en su desembocadura, en la cascada, alrededor de la barca, en los rápidos, en el mar, en la montaña, en todas partes simultáneamente. Para él no existe más que en el presente, sin la menor sombra del pasado o del futuro. Si nos ponemos a contemplar nuestras vidas, advertiremos que nuestras vidas son un río, y que nada es real sino tan sólo sombras, separan al yo-niño del yo-hombre y del yo-anciano. Nada ha sido ni será; todo es. Todo tiene una esencia y un presente.
Allí en nuestros templos nos enseñaron que debemos vivir nuestra propia vida y encontrar por nosotros mismos el camino. Todos los hermanos al pedir luz, hicimos tres viajes, vendados, en la oscuridad. La diferencia es que hubo una mano compañera y secreta que nos ayudó a evitar dar un mal paso. Pero nadie de los presentes podía evitar que el profano pueda apartarse ni un milímetro de su destino y así enseñarle la necesidad de la vivencia. Por tanto el día de nuestra iniciación nos enseña en el silencio del templo que la sabiduría no es comunicable. Hemos aprendido en esa ceremonia que el saber puede comunicarse, pero la sabiduría no. Es posible encontrarla, vivirla, dejarse llevar por ella, pero comunicarla y enseñarla es imposible. Solo hay un camino: la vivencia, porque lo contrario de toda verdad, también es verdadero.
Por ello tenemos que ser eternos buscadores. Y conforme vamos ascendiendo en nuestra carrera masónica vamos incrementando nuestra búsqueda con mejores posibilidades. Pero esa búsqueda que no nos convierta en un ser vendado, porque ocurre que sólo podrá ver aquello que anda buscando y no logrará encontrar nada diferente a lo que busca, porque se encuentra obsesionado por su objetivo. La opción de la masonería es que nos permite encontrar. Y encontrar significa ser libre, estar abierto, carecer de objetivos y ver todas las verdades alrededor de nosotros y las maravillas del camino.
La vivencia dentro de nuestra Fraternidad nos ofrece la posibilidad de abolir el tiempo, de ver simultáneamente toda la vida pasada, presente y venidera, como la alegoría del río; entonces todo es bueno, es perfecto, es único. Es bueno todo lo que existe: la vida como la muerte; la inteligencia como la estupidez; lo blanco y lo negro que significa que a pesar de las diferencias de razas, lenguas, opiniones políticas y religiosa es una imagen del bien y del mal de que está sembrado el camino de la vida. Todo ello pide de nosotros la comprensión, la tolerancia, la aplicación de las grandes virtudes, todo ello comunicado y entendido por el simbolismo que es la clave de nuestros misterios.
Y para conocer esa vivencia solo se necesita un requisito: el amor. Este sentimiento nos permite llevar con alegría esa búsqueda. Amando al mundo, contemplando con amor, admirando y respetando, así la vivencia humana se transformará en nosotros en la verdadera vivencia y así entenderemos “¡Cuan bueno y cual delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!”
No hay comentarios:
Publicar un comentario