La Compasión se puede definir como un estado mental que no es violento, no causa daño y no es agresivo. Se trata de una actitud mental basada en el deseo de que los demás se liberen de su sufrimiento, y está asociado con un sentido de compromiso, la responsabilidad y el respeto a los demás.
La palabra tibetana Tse -wa denota que se trata de un estado mental que implica el deseo de cosas buenas para uno mismo. Para desarrollar el sentimiento de compasión, puede empezarse por el deseo de liberarse uno mismo del sufrimiento, para luego cultivarlo, incrementarlo y dirigirlo hacia los demás.
Mucha gente confunde compasión con el apego. Aquí tenemos que establecer primero una distinción entre dos clases de amor o compasión. La primera se halla matizada por el apego, se ama a otro esperando que el otro nos ame a su vez. Esta compasión es bastante parcial y sesgada, y una relación basada exclusivamente en ella es inestable.
Una relación apoyada en la percepción e identificación de la persona como un amigo puede conducir a un cierto apego emocional y a una sensación de proximidad. Pero si se produce un cambio en la situación, un desacuerdo o algo que nos haga enojar, cambia la perspectiva y desaparece el como amigo.
El apego emocional se evapora entonces y, en lugar de amor y preocupación, quizá se experimente odio. Así pues, ese amor basado en el apego puede hallarse estrechamente vinculado al odio. La verdadera compasión es la que se halla libre del apego. No obedece a que tal o cual persona sea querida sino que deben ser reconocidos todos los seres humanos. Desear que todas sean felices y que superen el sufrimiento como me puede suceder a mí. Sobre esta base de reconocimiento de esta igualdad, se desarrolla un sentido de afinidad. Tomando eso como fundamento, se puede sentir compasión por el otro, al margen de considerarlo amigo o enemigo. Tal compasión se basa en los derechos fundamentales del otro y no en nuestra proyección mental. De este modo se genera amor y compasión, la verdadera compasión. Viendo la distinción entre estas dos clases de compasión, es necesario cultivar la verdadera que puede ser algo muy importante en nuestra vida cotidiana. En el matrimonio, por ejemplo, existe generalmente un componente de apego emocional. Pero si interviene también la verdadera compasión, basada en el respeto mutuo como seres humanos, esa unión tiende a durar mucho tiempo. En el caso del apego emocional sin compasión, en cambio ese vínculo es más inestable con tendencia al fracaso.
Y siendo el amor y la compasión un sentimiento subjetivo, es necesario hacer diferencias. La verdadera compasión es fuerte, amplia y profunda. El amor y la compasión verdaderos son estables, más fiables.
Por ejemplo, observa a un pez sufriendo intensamente, como se debate con el anzuelo en su boca y no puedes soportar el dolor. No se debe a ninguna conexión especial con el pez, en este caso la compasión surge simplemente del reconocimiento de que ese otro ser también tiene sentimientos, experimenta dolor y tiene derecho a no sufrir. Así pues, esa compasión, no mezclada con el deseo de apego, es mucho más sana y perdurable. Así pues, creo que cuanto más plenamente comprendemos el sufrimiento, tanto más profunda será nuestra capacidad de compasión. Y cuando se tiene mayor conciencia del sufrimiento del otro puede intensificar nuestra capacidad para la compasión. De hecho, la compasión supone, por definición, abrirse al sufrimiento del otro, compartirlo. Pero hay una cuestión básica: ¿por qué deseamos asumir el sufrimiento del otro cuando ni siquiera queremos soportar el propio? La mayoría de nosotros hace todo lo posible por evitar el dolor hasta el punto de tomar calmantes. Entonces, ¿por qué asumir deliberadamente el sufrimiento del otro? Al generar compasión, al asumir el sufrimiento del otro, también se puede experimentar inicialmente un cierto grado de incomodidad, una sensación de que aquello es insoportable. Pero, el sentimiento es diferente porque, por debajo de la incomodidad, hay un grado de alerta y determinación, ya que se asume voluntaria y deliberadamente el sufrimiento del otro con un propósito elevado. Aparece un sentimiento de conexión y compromiso, la voluntad de abrirse a los demás, una sensación de plenitud en lugar de desánimo. El ejemplo del atleta es determinante. Mientras se halla sometido a un entrenamiento riguroso, el atleta sufre mucho, trabaja, suda, se esfuerza. Puede ser una experiencia dolorosa y agotadora. Pero él no la ve como tal, sino que asume como una experiencia asociada con un sentido: el goce. Si esa persona, sin embargo, se viera sometida a cualquier otro trabajo físico que no formara parte de su entrenamiento pensaría: ¿por qué tengo que someterme a este suplicio?. Así pues, en la actitud mental radica la gran diferencia. Los beneficios de la compasión mejoran la salud física y la salud emocional. Induce a una sensación de felicidad y serenidad, ya que la vida altruista constituye un componente básico para la felicidad, por estar asociada a un incremento de energía y autoestima y una especie de euforia. También nos proporciona una interacción que es emocionalmente nutritiva e igualmente esa serenidad del que ayuda, vinculada con el alivio de perturbaciones, disminuye el estrés.
Por tanto al generar compasión se empieza a reconocer que no se desea el sufrimiento y que se tiene derecho a alcanzar la felicidad. Eso es algo que puede verificarse con facilidad. Se reconoce luego que las demás personas, como uno mismo, no desean sufrir y tienen derecho a alcanzar la felicidad. Eso se convierte en la base para empezar a generar compasión.
La filosofía budista nos enseña como retornar al estado natural de la mente y recuperar así nuestro equilibrio.
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