VICTOR MANUEL GUZMAN VILLENA
Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo alguno. Vivir, para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesión de conformismos, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje: aceptamos con él, sentidos, referencias y todo ese monótono universo de ecos que los medios de transmisión de imágenes, sonidos y letras codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibilidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las dominan y orientan, pueden hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspectivas para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a sus semejantes -a las determinadas semejanzas que nos agobian- y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como conformarse con lo que hay e incluso, aceptar que “no hay quien dé más”. Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que como decía el filósofo, “hemos llegado a construir nuestra propia estatua”, es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos pertenece y nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos A veces esta pérdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada conciencia individual, donde sólo el lenguaje interior con el que acompañamos a cada uno de los instantes de la vida, presta la suficiente luz para conocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos conforma, en una época tan abundante de monótonos mensajes y tan retumbante de comunicaciones, puede efectivamente, conformarnos con desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la consciencia. Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad. Tal vez, por las resonancias marxistas, hoy un poco olvidadas, apenas utilizamos el concepto de alienación para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea. Esa excesiva información que los medios de comunicación nos ofrecen, a través de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encasillarnos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones. Donde aparecen también los “imaginarios” con los que esos medios elaboran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses económicos: intereses de poder. Nunca ha sido más arrolladora la maquinaria para crear alienación, para aniquilar. Alienación quiso decir, en toda la historia del idealismo alemán, desde Guillermo de Humbolt, la disolución del vigor intelectual y sentimental de la cultura en un conglomerado de tensiones, obsesiones, ideas y realidades insustanciales que nos vacían y codifican. Nos convertimos en pequeños bloques ideológicos o, mejor dicho, en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la terrible lógica de la falsedad. Porque esa lógica se hace con los retazos que sostienen pasiones egoístas, soluciones incompletas a los problemas de la vida y de la sociedad. Una lógica de la incoherencia que, sin embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la “publicidad” política e ideológica que nos sirven, efectivamente, para la total enajenación. Todo esto nos conduce a un hecho fundamental de la sociedad de nuestros días. Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser personas, seres autónomos y reales, si no tienen posibilidad de desarrollar su propio pensamiento por muy modesto que sea. Un pensamiento que sólo se nutre de libertad.
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