sábado, 13 de agosto de 2011

ODIO Y AMOR



Por qué se ha escrito más sobre el amor que sobre el odio? Probablemente, porque es más fácil. 
Son incontables los poemas que existen dedicados a la belleza del mar en calma, y sin embargo el mar puede ponerse bravo, los maremotos son definidos como agitación violenta de las aguas contra quien no cabe defensa alguna, y en ellos se pueden reflejar las furias personales, los naufragios están ahí. Muchos se atreven a escribir sobre el amor, ese amor tantas veces imaginario y otras tantas como refugio de soledades que vive vestido de falacia. Pocos sobre el odio. Sin duda se movilizan mecanismos de rechazo. Se sabe y siente que el amor oxigena y eleva el espíritu y se sabe y siente que el odio lo degenera. De añadidura, el amor es locuaz. Por un diario íntimo cualquiera dictado por el odio antes de los 20 años hallaríamos millares dictados por el amor. Y no obstante, en el fondo se trata de un espejismo. 
Es ingente, oscura y siniestra la cantidad de odio capaz de acumularse durante la niñez; odio al padre, odio a la madre, al profesor, al ambiente en que se ha nacido, celos irreprimibles, enfermiza introspección. Prescindamos de Freud quien como es lógico examinó el fenómeno y apelemos a la novela Los hermanos corsos de Dumas, en el que el autor propone describir el odio-límite, lo que hace germinar precisamente entre dos hermanos gemelos. Pero en la adolescencia suele cantarse -significativo término- el amor. A la mariposas y a la primavera. A la rosa y la belleza, el amor a esa juventud vestida de imaginación.
 En las tribus primitivas con frecuencia al compás de una melodía a la caza y al fuego. Canta a la caza porque me da de comer. Canto al fuego porque calienta mi piel y mi yo. Por descontado los estudiosos han llegado a la conclusión de que el mundo emocional es ambivalente, que por esta causa no es raro que el odio provenga del amor, que éste, a veces tras un proceso largo, a veces en cuestión de un instante, se transforme en odio. Los matrimonios rotos saben eso como nadie. Pero también las personas obligadas a convivir con cárceles, conventos, lugares de trabajo, etc. El odio llega a ser sinónimo de infierno. El consejo “no analices...” vendría aquí como anillo al dedo. A medida que descubrimos los entresijos del otro, de los demás, sobreviene el desencanto y de ahí al odio no hay más que un paso. Nos sentimos estafados y por ello odiamos. Y aún sin descartar la posibilidad de que en ocasiones la culpa sea nuestra -de que la conciencia nos advierta que el otro es inocente-, normalmente el motivo para el desencanto existe, es válido, contabilizable y entonces el odio que experimentamos nos procura migajas de indefinible placer. Se ha dicho que, después del genio, nada existe tan perspicaz como el odio. En efecto, el odio utiliza, no cinco sentidos, sino cinco mil. Presiente, adivina, localiza e invade al sujeto odiado como un cáncer proliferante, o mejor aún, como una serpiente que enrosca (no olvidemos que muchos crímenes pasionales se producen por estrangulamiento). Como fuere, es obvio que el odio es tan antiguo como el hombre. No obstante todos tenemos la impresión de que en nuestra época el odio crece, que nos acosa cada vez más. Basta abrir un periódico y leer que lo nuestros políticos nos mienten, engañan y martirizan con sus acciones y declaraciones, para que los ciudadanos comiencen a odiarlos, en muchos casos a estrangularles con el lazo del desprecio y los rechacen con una absoluta indiferencia por el aprovechamiento hacia los demás.

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