sábado, 13 de agosto de 2011

LA EQUIDAD ETERNA




La verdadera paz puede hallarse incluso en el corazón de una tormenta, que a pesar de las adversidades, la persona que permanece firme en encontrase a sí mismo puede vivir en su verdadera calma. Por el contrario puede hallarse sólo en un desierto, con la única compañía del crepúsculo y el vasto silencio de la paz de la naturaleza, y obstante puede ser devorado por los vientos de los temores, el miedo, las pasiones que le conducirán inevitablemente al encadenamiento de sus ataduras, borrando en su corazón la bondad amorosa y la paz interna.
La naturaleza si es observada a la ligera, puede aparece cruel y codiciosa, que derrama la sangre de los animales más débiles; pero fijándonos en los sencillos hechos que muy pocas personas han reparado. En el mundo hay más corderos que leones. No es por casualidad. La naturaleza no es algo ciego o disparatado. La naturaleza es acción y no desperdicio material. No comete errores en su creación. ¿No nos sorprende que en el crisol de las fuerzas de la naturaleza, el león ha perdido la partida ante el cordero en la lucha por su existencia. Tampoco explica que el ser humano se ponga de parte de la gacela. De hecho el ser humano empezó su carrera de matarife, matando primero a esta dócil criatura.
El humano mata más gacelas que leones. No es el hombre el que condena al león, sino la naturaleza. Reflexionando comprobaremos que la naturaleza no puede conceder una fuerza concreta en direcciones opuestas a la misma criatura. El león es un gran luchador pero procrea muy lentamente. Toda la fortaleza de su maravilloso cuerpo está enfocada en la lucha. Tener crías le debilita y resulta un incidente en su vida. Por su parte la gacela no es un luchador y por lo tanto es débil. Pero la gacela no gasta energía luchando y por ello procrea mejor. La naturaleza reconoce que al crear al león cometió un error y corrige ese error. El león y el resto de los animales cuyo instinto es matar están desapareciendo, mientras que los animales pacíficos siguen aumentando su población.
No existen excepciones a esta sentencia de extinción pronunciada por las leyes inmutables de la naturaleza contra todos los seres que depredan. La naturaleza se rige conforme a una equidad eterna y, por la propia ley del universo. El luchador está inmerso en una batalla perdida. Siempre ha sido así y siempre será así, tanto que se trata de un animal como del hombre, en la selva o la ciudad, ahora y siempre, el león pierde. Pierde cuando gana. Muere cuando mata. Por la propia naturaleza de las cosas, cuando devora la carne caliente del cordero que arrancó del rebaño, no está sino devorando su propia especie. Cuando el primer león atacó a su presa con su poderosa zarpa y rugió por el deleite que sentía al devorar el costillar ensangrentado estaba cantando, no a la muerte de la indefensa criatura que se comía, sino el himno fúnebre de su propia especie. La bestialidad es poca inspiradora. Los leones no viven en manadas grandes, sino que forman pequeños grupos, los osos son solitarios. En la raza humana hay una similitud con el mundo animal, hay grupos pequeños de personas que pasan la vida luchando entre sí. Ese salvajismo se vuelve contra uno mismo, tanto en las bestias como en los seres humanos, y es la fuente de debilidad y exterminio.
Según la analogía de las cosas, las bestias están llamadas a desaparecer. Ningún gran soldado conquistó realmente nunca nada. Sus victorias son ilusiones. Los imperios, si no descansan en nada más sustancioso que una arma, se derrumban con rapidez. Al final, los soldados deben repudiar la fuerza y echar mano a la justicia y la razón para impedir que su imperio se venga abajo. La bestia de presa, tanto animal como humana es solitaria, está desesperada y desvalida. Irremediablemente condenada, pues es en la bondad donde radica la verdadera fortaleza. Bondad es el león, con todos los atributos del león que le concedió la naturaleza, excepto en el gusto por la sangre. De ser así, poco a poco toda la vida se postraría ante su soberanía irresistible.
El humano se hace y se deshace él mismo. En el pensamiento forja las armas con la que se autodestruye. También en él crea las herramientas con las que se hace mansiones de alegría, fortaleza y paz. Solo depende de la elección correcta y la aplicación verdadera del pensamiento. El humano asciende a la perfección divina por su constante trabajo de humildad para elevar sus virtudes, pilares que sostienen la constante construcción de su templo interno; o a través del abuso y la aplicación incorrecta del pensamiento, desciende por debajo del nivel de las bestias. Entre ambos extremos están todos los grados de carácter, de que el humano es su hacedor y señor.

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